viernes, 20 de julio de 2012

Baldosas en cadena

Yuri Krotov
Cuando hermanísima y yo eramos pequeñas, vivimos durante una temporada en Zaragoza. En esa misma época, el hermano pequeño de mi padre cumplía en esa ciudad con su deber con la patria. Este hecho era aprovechado por mis progenitores y, si planeaban alguna salida, mi tío cambiaba el cuartel por el Colegio Mayor (donde teníamos la casa) para ejercer de niñera de sus sobrinas.

Una de aquellas noches, ni hermanísima ni yo lográbamos conciliar el sueño. Con mis padres no nos atrevíamos ni a rechistar, pero con mi  joven tío la cosa era diferente. Era mucho menos estricto y no nos regañaba si nos oía hablar. Aquella vez, llevamos nuestra osadía algo más lejos y nos arriesgamos incluso a jugar.

No sé que razón nos impulsó a decidirnos a montar una escuela de muñecas.  No recuerdo que previamente la docencia formase parte de nuestro repertorio de diversión habitual y, si así era, tras este episodio, dejó de hacerlo, sobre todo si guardaba algún tipo de relación con las academias nocturnas. Para esta ocasión, las camas harían las veces de aula. Una vez colocásemos en ellas a nuestras alumnas, no tendríamos que movernos de allí durante el resto del juego. Con la autoridad que me confería mi estatus de hermana mayor, le ordené a hermanísima que se encargase de traerme las muñecas de la estantería para irlas poniendo en su lugar sobre la cama.

Hermanísima se levantó. Al recorrer la habitación para coger los juguetes, pisó una de las baldosas del suelo e hizo ruido.
- ¡Ten cuidado!- protesté, desde mi lecho. - El tito nos va a oír.
- Es la baldosa, que baila - me explicó hermanísima.
- ¡Pues quítala! - le respondí con la lógica aplastante de mis cinco años.
En ese tipo de cosas, mi hermana nunca me replicaba. Si yo decía que había que quitar la baldosa, estaba claro que tenía razón y eso era lo que tenía que hacer. Ni corta ni perezosa, se puso manos a la obra hasta arrancar la sonora losa.
Una vez retiramos aquel pedazo de suelo, proseguimos con la ilustre fundación de nuestra escuela nocturna. Por desgracia, al piso no le sentó bien el carecer de una de sus losetas y, las de alrededor, empezaron a moverse más aún que la primera.
Por supuesto, ya puestas, aplicamos el mismo tratamiento al resto. Así, retiramos seis azulejos, tres en línea de dos filas consecutivas, cada uno de ellos de unos 30x30cm. El boquete resultante nos preocupó y pensamos que el plan de la escuela no iba a poder ser llevado a cabo esa noche, al menos con ese suelo tan poco colaborador. No habíamos contado con tener que acometer reformas en nuestro colegio antes de poder dedicarnos a enseñar nada en él.
Había que ocuparse de recolocar las baldosas. Hermanísima se entregó a ello mientras yo le daba instrucciones desde la cama (de la que no me había movido en todo aquel trasiego. En el reparto de papeles ella era el obrero y yo el arquitecto). El inconveniente era que las malditas losetas no encajaban de nuevo en el hueco correspondiente, se montaban entre sí, quedaban desniveladas y, no sólo se limitaban a eso, sino que además bailaban mucho más que antes.
- Está claro que voy a tener que ocuparme personalmente de colocarlas - comenté resignada.
Me bajé de la cama y ayudé a mi hermana a tratar de acoplar las piezas de aquel puzle. Efectivamente, hermanísima tenía razón y no había forma humana de ajustarlas. Tras varios intentos infructuosos, no nos quedó más remedio que darnos por vencidas.
Con cuidado, colocamos la alfombrilla que había entre las camas (una piel de vaca de esas que de pequeñas decían que tenían la forma de España) sobre nuestra, más que precaria, reconstrucción del suelo.

Mientras tanto, nuestro tío, alertado por el ruido se había asomado a una ranura de nuestra puerta entreabierta. Sin poderse mover de la risa, ahogando sus carcajadas, el pobre soldadito era incapaz de entrar a nuestra habitación para poner orden y regañarnos. Incapaz de contener su curiosidad, seguía intrigado cada detalle de la evolución de nuestra lamentable obra. ¡Lástima que nuestro padre no se lo tomase con el mismo humor al día siguiente!

Han pasado muchos años, pero sigue siendo su anécdota preferida. ¡FELIZ CUMPLEAÑOS TITO!

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