lunes, 15 de octubre de 2012

La casa del Colegio

Una de las cosas que más me llamó la atención de nuestro nuevo hogar zaragozano fue que, a diferencia del piso previo de Madrid con su preciosa tarima de láminas de madera bruñida, éste tenía el suelo recubierto de baldosas. No eran especialmente bonitas y el contraste con las amplias y brillantes tablas de nuestra anterior vivienda hacía que, de hecho, resultasen bastante insulsas. Tenían forma cuadrada, medían poco más de un palmo de lado, y eran de un tono claro, indefinido y mate, que tiraba ligeramente hacia el amarillento, y estaban salpicadas de pequeñas motas irregulares que no les añadían ningún encanto. Su completa falta de lustre les daba un aspecto viejo, desgastado y usado, y posiblemente así fuese. Lo mismo sucedía con el estado del precario cemento que las sujetaba al piso y cuya arenosa descomposición pudimos estudiar en directo. Nuestras obras de albañilería, que fueron motivo de otro post, son las responsables de que hermanísima y yo no hayamos podido nunca olvidar el diseño de esas losas, pese a su escasa belleza.

A través de la puerta que se abría a la derecha de la entrada se tenía acceso al salón. Recuerdo poco esa habitación porque por aquel entonces era un terreno casi vedado para los niños. Jugar en él era impensable y ni se nos ocurría entrar allí y molestar a los mayores durante su ocio. Allí se instaló nuestra primera televisión en color, marca Radiola. En su gran pantalla vi "Mujercitas" por primera vez. La imagen de Beth enferma, apoyada en la puerta, pidiéndole a Jo que no se le acercase si no había pasado la escarlatina, se me quedó grabada. En ese salón también descubrí que se puede saber si alguien tiene fiebre simplemente por el pulso, sin necesidad de termómetro. Tenía cinco años. Al volver del colegio, nuestro médico de cabecera habitual, un amigo de mis padres, estudiante de sexto de medicina y que aún tenía pendiente aprobar la asignatura de Pediatría, estaba de visita social en casa. Al verme, me notó con aspecto febril: ojos brillantes, cara roja y manos frías (era un día gélido y recuerdo que venía helada). Me tomó el pulso y comprobó que estaba más acelerado de lo que debiera, lo que le bastó para dictaminar que tenía fiebre. Acertó. Para variar eran anginas y me puso el odiado tratamiento habitual, vía parenteral. La verdad es que ni hermanísima ni yo entendíamos por qué suspendía, Pediatría no debía de ser una asignatura tan difícil cuando todo se solucionaba a base de dolorosas inyecciones de Penicilina. Ni que decir tiene que le temíamos como a un "nublaó" y delante de él procurábamos disimular cuando nos dolía algo.

La entrada se continuaba con un pasillo recto, muy largo (al menos eso nos parecía desde nuestra perspectiva infantil). Fue en ese pasillo en el que mi hermano se soltó finalmente a andar. Caminaba aferrado a un globo casi tan grande como él, con el que se sentía seguro, supongo que por su efecto de airbag en las caídas. En ese pasillo realicé mis primeros frescos aunque, en vista de las consecuencias, se me quitaron las ganas de continuar desarrollando mi carrera artística. En mi defensa alegaré que la culpa de mi travesura es achacable a los tebeos de Zipi y Zape. Los traviesos gemelos, en sus historietas, decoraban con asiduidad las paredes de su casa. Supuse que aquello debía de tener algún tipo de atractivo oculto que se me escapaba, así que, para satisfacer mi curiosidad infantil, me decidí a imitarles para comprobarlo. Dibuje unos monigotes a lápiz, muy, muy pequeños. Una vez realizado el experimento sin haber descubierto dónde residía su atractivo, traté de borrarlos con la ayuda de un borrador de pésima calidad. Fracasé y el grafito se quedó marcado en la pared. Por desgracia, mi obra de arte, pese a su reducido tamaño, no pasó desapercibida para la autoridad paterna. No obtuve ningún tipo de placer con mi investigación sino que, al contrario, me gané unos cuantos y dolorosos azotes (de los que no pude escapar como hacían los personajes del tebeo). Estaba claro que aquello no era divertido y que el autor de las historietas nunca había hecho la prueba para cerciorarse de ello o habría sufrido las consecuencias en sus propias carnes.

El hermano dormía en un cuarto diminuto al final del pasillo, tan chico que apenas cabía en él su cuna de barrotes de madera. Justo al lado, a mano derecha, se encontraba nuestro amplio dormitorio. Hermanísima y yo asomábamos disimuladamente nuestras cabezas cada vez que oíamos la puerta de entrada para espiar al recién llegado y hacíamos una valoración, no siempre benévola y caritativa, de las visitas. En una de esas, mi madre nos oyó. En un despliegue de humor, cantábamos "una señora gorda, por el paseo..." en relación con la oronda recién llegada. Por desgracia, a la Señora no le hizo ninguna gracia y el azote que nos llevamos en nuestros sufridos culos (maltratados ya de por sí por las inyecciones) nos quitó cualquier deseo de repetir ese tipo de actuación.

La cocina quedaba a mano izquierda, casi al principio del pasillo. Tenía una despensa oscura, semejante a la de Linares, no sé si algo más grande o simplemente más vacía. La principal diferencia radicaba en que en esta el interruptor no daba calambre al encender y apagar la luz, tal y como sucedía en la granja. También le faltaban las puertas correderas de delante de los estantes. Una tarde, hermanísima y yo nos subimos a la escalera para coger los sobres de Clamoxyl, que en ocasiones especiales se alternaban con el temido pinchazo de Penicilina (puede que esto ocurriese en nuestro segundo año de estancia y que para entonces el amigo-estudiante ya hubiese terminado la carrera y ejerciese su profesión, y sus métodos, en otras víctimas). Sabíamos donde los guardaba mi madre, en teoría fuera del alcance de los niños, aunque no de los monos trepadores. Una vez la caja en nuestro poder, utilizamos la medicina para jugar a tomar el té y nos prepararnos un batido con el delicioso antibiótico, todo esto por supuesto a escondidas. No nos descubrieron, y posiblemente esta sea la primera noticia que mis progenitores tengan al respecto (35 años después, por lo que nuestro crimen ha prescrito). Afortunadamente el Clamoxyl no es tóxico, salvo para los alérgicos, y no nos sentó mal. De hecho, no sé si como consecuencia de aquella sobredosis, durante una temporada no sufrimos de anginas, evento que agradecimos enormemente (no sólo por la incomodidad y el aburrimiento que nos suponía la enfermedad, sino porque además recordamos la sensación de sentarse sin dolor).
(Continuará)

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